El primer auto de mi papá fue un Volkswagen escarabajo de segunda, color rojo mandarín, que compró a inicios de los ochenta.
Guardo buenos recuerdos de ese auto: nuestros viajes cortos a Mala para comprar leche y fruta; los paseos al Parque de las Leyendas de los sábados; los desayunos en Lurín con toda la familia, con café y pan con chicharrón. Y mi padre repitiendo en cada trayecto: “Qué fiel es este carrito”. Y sí, pues, para qué comprarse un auto nuevo si su carrito era económico, ocupaba poco espacio y, en caso de avería, bastaba un empujón para ponerlo en marcha.
Pero ya lo dijo el cantante, nada dura para siempre. Un domingo de misa el auto desapareció. Se lo robaron de la puerta de la iglesia y a plena luz del día. Lo buscamos sin éxito durante semanas como quien busca una mascota extraviada. Al año, resignado, mi papá compró su segundo auto.
Casi diez años después, mi papá me despertaría con una gran noticia: “Acabo de encontrar mi Volkswagen”. Estaba sin motor en un taller de autos de Evitamiento, abandonado al lado de otros escarabajos.
-¿Seguro que es tu auto, papá? –pregunté.
-¿Crees que no reconocería mi propio auto? –sentenció.
El dueño del taller, un ex policía, nos pidió un peritaje para determinar que fuera el mismo vehículo. Mi papá replicó que sólo quería darle una buena mirada por dentro. “Te dije que éste era mi carrito”, me dijo sonriente como un niño desde el asiento del piloto. Y eso fue todo. Nos fuimos de ahí contentos, sin reclamos ni amenazas, en el cuarto auto de mi papá.
Hace un año compré un libro titulado “POLIS, visiones y versiones de Lima a inicios del siglo 21”, de Ediciones La Moderna. Curiosamente, entre sus fotografías hay una del escarabajo rojo de mi papá, estacionado en el mismo lugar donde lo dejamos. A parecer, el carrito fiel sigue esperando por él.