El taxi que pedí para ir al aeropuerto llegó tarde. Media hora tarde. Sin embargo, corrí y corrí y corrí por todo el Jorge Chávez y logré abordar de último. Desgaste inútil pues el vuelo se retrasó en la pista y despegamos (sí) media hora tarde. La nube recién asomaba.
Lo supe en Santiago, en migraciones, cuando me hicieron notar que había olvidado el nombre de mi hotel. Y, por supuesto, la dirección. Además, la esperanza de que alguien haya ido a recogerme al aeropuerto se desvaneció apenas crucé la puerta de salida.
-Menos mal que traje mi laptop -me dije-. Cuestión de buscar el correo.
Pero el Wi-Fi no era libre. Si quería acceder a una conexión, tendría que tomar algo en algún café.
-Señor, ¿me podría indicar dónde puedo cambiar dólares? -le pregunté al primer tipo que vi.
-Lo lamento pero todas las casas de cambio están cerradas a esta hora -me respondió con un acento chilenísimo.
Qué cara habré puesto que luego agregó:
-Pero puede pagar el taxi en dólares si desea.
El señor llevaba en las manos un cartel de taxi oficial.
-¿A qué hotel va? –preguntó.
-¿Windsurf? ¿Windex? ¿Windsor? -renegué-. Sólo sé que queda en el Centro.
-Windsor Suites -sentenció-. No se preocupe, no hay otro hotel con ese nombre.
Me llevó por veinticinco dólares. El hotel se veía tan mal como en las fotos. Y lo peor: en su lista de reservas no figuraba yo. Recién después de quince minutos de susto, encontraron una copia del correo con mi reserva.
El encargado del hotel se disculpó por el error pero descubrió un nuevo problema: mi reserva comenzaba al mediodía y recién eran las cuatro. Era oficialmente una pesadilla. Tuve que pagarle veinte dólares para que, casi de favor, me dé la habitación más fea del hotel.
A la mañana, para coronar mis desgracias, cuando bajé se había agotado el desayuno.
-¿Sabe dónde puedo cambiar dólares? –pregunté en recepción con ganas de regresarme a Lima.
-Hoy los bancos están cerrados –me explicó-. Pero hay algunas casas de cambio por el Palacio de la Moneda.
El detalle era que para ir hasta allá necesitaba al menos unos cuantos pesos con los que pagar el taxi o el metro. Era mejor salir a caminar, despejarme y desayunar en algún lugar donde acepten tarjetas de crédito. Luego de dar un par de vueltas me encontré un McDonald’s abierto.
-Me da un barros jarpa, un café y dos medialunas, por favor –ordené guiándome por uno de los carteles de desayuno que tenían.
-Ya terminó la hora del “buen día”, señor -me respondió el chico de la caja.
No pude más. Comencé a transpirar, a hiperventilar, a relinchar. Estaba a punto de dejar salir el Michael Douglas en Un día de furia que todos llevamos dentro. Tenía ganas de asfixiar al chico con su estúpida gorrita.
-Señor, señor –se apresuró en decirme asustado-, voy a pedir que hagan una excepción y le preparen su orden.
Me hicieron mi desayuno. Y les juro que me supo a gloria.