¡Cuetecillo, ratablanca, silbador…! ¡Cuetecillo, ratablanca, silbador…! Es un grito largo, cansado, ausente, sin convicción, como el rumor de las beatas saliendo de misa de gallo. ¡Cuetecillo, ratablanca, silbador…! ¡Mariposas…, tronadores…! Dos chicos preguntan: ¿calaveras? Calaveras a cincuenta céntimos. Compran. Luego colocan papel periódico dentro de una llanta vieja y le prenden fuego. Arde La Victoria. ¡Cuetecillo, ratablanca, silbador…!
-¡Cierra esa ventana, niño! Todo se llena de humo.
Mamá Concho sale de la cocina vestida de grasa de pavo y me obliga a cerrar la ventana. Después, paciente, me explica que cuando la aguja grande del reloj alcance a la pequeña será navidad. Dulce navidad. Y recién entonces podremos encender la corona de adviento, hacer una oración por los que no están, y abrir los regalos.
-Y despreocúpate, niño, que tú papá ya debe estar por llegar con tus hermanas –me dice antes de irse a terminar de la cena.
Sí, despreocúpate, niño. Ve con tu mamá al cuarto de la abuela. Despreocúpate, pregúntale que te van a regalar por navidad. ¡Mamá, Mamá...!
Mamá está ocupada. Lee el rosario a oscuras, casi en silencio. Cada vez que desliza una cuenta, apenas si murmura una oración. Y a ratos llora. Debería decirle: despreocúpate, mami, ya llega mi papá. O tal vez: despreocúpate, vamos a comer puré de manzana delicioso de Mamá Concho. Pero tengo miedo. De sus rezos, de sus llantos. De esta casa que huele a cañerías, a agua de florero. De este barrio peligroso donde todo explota, donde todo se viene abajo, donde no puedes salir a la calle, donde los perros no paran de ladrar.
Arde La Victoria. La aguja grande ya debe haber alcanzado a la pequeña. Mi papá no llega. Mi mamá llora de nuevo. Y afuera alguien grita: ¡Cuetecillo, ratablanca, silbador…! ¡Cuetecillo, ratablanca, silbador…!
TE FUISTE 2024
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