Hace unos días, mientras me decidía qué ordenar en un restaurante, descubrí a un hombre almorzando un plato de olluquito, una de mis comidas favoritas cuando niño. De más está decirles que se me antojó sobremanera.
-No encuentro ese plato en la carta –llamé al mozo-. ¿Cuánto cuesta?
El mozo se sonrió y, tras unos segundos, respondió: “Diez soles. Doce si lo quiere montado”.
-Que sea montado, entonces –ordené.
El mozo volvió a sonreírse y partió raudo a la cocina. En menos de cinco minutos ya estaba de regreso con el pedido. Comer ese plato de olluquito fue como viajar en el tiempo a un lugar feliz.
-¿Todo bien? ¿Le gustó? –me preguntó finalmente el sonriente mozo mientras pagaba.
-Sí, estuvo estupendo pero dígame, ¿qué es lo que le causa tanta gracia?
El mozo se sonrió una vez más y, mostrándome sus dientes blanquísimos, respondió: "Es que acaba de almorzar la comida del personal".
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Hace 2 meses.