22 de febrero de 2010

Amores perros

Aquella noche, la segunda en Máncora, me dormí pensando en lo mucho que extrañaba dormir con una mujer a mi lado.

Un dios pillo debe haber oído mi lamento pues poco antes del amanecer sentí cómo alguien empujaba la puerta de mi habitación y avanzaba en la oscuridad. Tenía el andar ligero y la respiración agitada. Tras dar algunas vueltas, se detuvo a mi lado. Cuando finalmente me animé a abrir los ojos, un dogo grande y negro como un caballo saltó sobre mí.

Al borde de un paro cardiaco, me tiré de la cama y corrí a despertar a Lucho.

-¡Hay un perro en mi cama! –grité desconcertado mientras el animal se estiraba feliz sobre las sábanas.

Lucho, somnoliento pero no menos genial que de costumbre, sentenció: "Lástima que no haya sido una perra".

Aquella noche, la segunda en Máncora, terminé durmiendo en la terraza del hotel.

15 de febrero de 2010

Boca salada

-¿Te has dado cuenta que la carretera pasa por la mitad del pueblo? –le dije a Lucho en nuestra primera noche en Máncora.
-Sí, qué peligro –coincidió conmigo-. Es más, fíjate, pasa por entre los bares.
-Apuesto a que todos los días atropellan a algún idiota…

¡¡¡¡¡AAAAAAAAAHHHHHHHHHHH!!!!!

-Compadre, ¿estás bien? –corrió Lucho a auxiliarme.
-¡Cómo voy a estar bien si me acaba de atropellar un camión! –grité desconsolado.
-Una moto-taxi.
-Para estos efectos da lo mismo –me lamenté-. ¡Mírame!
-Estás sangrando.
-Ayúdame a levantarme.

A duras penas avancé hasta el borde de la vereda y me dejé caer. La sangre del pie se había hecho barro con la arena.

-¿Quieres que volvamos al hotel? –preguntó Lucho.
-Mejor vamos a una tienda por algo de agua para lavarme.

Compré una botella de agua y lavé la herida con cuidado. Ya con calma el corte no se veía tan mal. Hasta había dejado de sangrar.

-Mejor vamos por unas cervezas –le digo a Lucho-. Total, ¿ya qué me puede pasar?

Nunca, jamás, vuelvo a decir eso: una moto-taxi pasó a mi lado a toda velocidad lanzándome un baldazo de agua. Qué gente de mierda. Lucho no podía parar de reírse.

-¿Ahora si volvemos al hotel, C.N.?
-Mejor no: no vaya a ser que estén lloviendo ranas sobre la terraza.

9 de febrero de 2010

Balneario

Me gusta Colán: sus aguas esmeraldas, sus aves bulliciosas, su mar temperamental. Pero, sobre todo, me gustan sus viejas casas de madera que miran atardeceres al borde del mar; casas con zancos que esperan de pie a que suba la marea.

Esta noche me hospedo donde un anciano pescador de merlines negros, en una casa de estilo republicano cuyo piso cruje a cada paso. La marea ya ha subido y las olas revientan con fuerza sobre la terraza. Basta cerrar los ojos para sentirse en altamar. Y aunque quisiera escribir sobre las hordas de gaviotas, las rayas que acechan en la orilla o las puestas de sol en cinemascope, sólo encuentro fuerzas para abrir otra cerveza y dejarme arrullar por el ruido de Colán. Porque más que una playa, este lugar es un balneario: un espacio dedicado al reposo y la sanación.

4 de febrero de 2010

La tierra prometida

-Mal día han venido, muchachos. Acá la noche se arma el fin de semana. Todos los bares se llenan de chibolas de diecisiete años. Son bien liberales las flacas. Se te abren de piernas facilito. Les enseñas un poco de grifa y te ponen el calzoncito de sombrero –nos cuenta el salvaje del taxista que nos conduce a Colán-. ¿Por qué no vinieron el fin de semana?
-Queríamos pasarlo en Máncora –respondo algo incómodo.
-¡¿Se van a Máncora?! –exclama excitado-. Pero, ¿para qué se van a quedar acá, entonces? ¡Si me han contado que las de allá son peores!

Está advertido: si va a Colán, lleve grifa... perdón, evite los taxis.

1 de febrero de 2010

Primera estación

A primera vista, Puémape es una ciudad perdida al lado del mar: caminos enterrados, escombros, casas a medio construir. Sin embargo, si uno llega al final de la larga trocha que conduce al acantilado, descubrirá un par de hospedajes y unas pocas viviendas que –a duras penas- componen el pueblo.

Me quedo en Puémape Lodge, un lugar amable, acogedor y menos pretencioso que su nombre, que ha rescatado del olvido el viejo vagón de tren que por estos días me sirve de habitación. Don Carlos –un mil oficios local- es el encargado de la atención. Me invita un vaso de ron que saca cual mago de una caja de whisky, y me habla de exóticos cebiches de lagartija, de un hijo tablista que ya no quiere ir a la escuela, de ciudades inalcanzables que ha conocido a través del relato de los viajeros. También promete una de las mejores puestas de sol de mi vida. Y el sol no lo defrauda.

Sólo los domingos Puémape renace. De pronto en sus construcciones a medio hacer aparecen esteras, ruido y cerveza. Y en el mar, decenas de bañistas remojan su semana. Más allá, cerca a la zona de pescadores, otros visitantes no tan divertidos recogen almejas, conchas de abanico y caracoles para vender.

Está oscureciendo. Se sacuden las toallas, se guardan las sombrillas, se encienden los camiones y las cuatro por cuatro. Porque a Puémape, los domingos, se llega en camión o en camioneta del año. Reynoso tenía razón: los extremos se tocan.