29 de octubre de 2009

¿Cachái?

-¿Me podrá tomar una foto? -le pregunto a un tipo que está de visita conmigo en el Palacio de La Moneda.

De mala gana coge mi cámara y me saca una foto que sale movida.

-Quedó bien -le agradezco resignado.

Pero el tipo se despide con una frase de antología: "¿Voh no cachái el disparador automático de tu cámara?".

Si había un solo mala onda en Santiago, tenía que cruzármelo yo.

26 de octubre de 2009

Santiago (travesía)

El taxi que pedí para ir al aeropuerto llegó tarde. Media hora tarde. Sin embargo, corrí y corrí y corrí por todo el Jorge Chávez y logré abordar de último. Desgaste inútil pues el vuelo se retrasó en la pista y despegamos (sí) media hora tarde. La nube recién asomaba.

Lo supe en Santiago, en migraciones, cuando me hicieron notar que había olvidado el nombre de mi hotel. Y, por supuesto, la dirección. Además, la esperanza de que alguien haya ido a recogerme al aeropuerto se desvaneció apenas crucé la puerta de salida.

-Menos mal que traje mi laptop -me dije-. Cuestión de buscar el correo.

Pero el Wi-Fi no era libre. Si quería acceder a una conexión, tendría que tomar algo en algún café.

-Señor, ¿me podría indicar dónde puedo cambiar dólares? -le pregunté al primer tipo que vi.
-Lo lamento pero todas las casas de cambio están cerradas a esta hora -me respondió con un acento chilenísimo.

Qué cara habré puesto que luego agregó:

-Pero puede pagar el taxi en dólares si desea.

El señor llevaba en las manos un cartel de taxi oficial.

-¿A qué hotel va? –preguntó.
-¿Windsurf? ¿Windex? ¿Windsor? -renegué-. Sólo sé que queda en el Centro.
-Windsor Suites -sentenció-. No se preocupe, no hay otro hotel con ese nombre.

Me llevó por veinticinco dólares. El hotel se veía tan mal como en las fotos. Y lo peor: en su lista de reservas no figuraba yo. Recién después de quince minutos de susto, encontraron una copia del correo con mi reserva.

El encargado del hotel se disculpó por el error pero descubrió un nuevo problema: mi reserva comenzaba al mediodía y recién eran las cuatro. Era oficialmente una pesadilla. Tuve que pagarle veinte dólares para que, casi de favor, me dé la habitación más fea del hotel.

A la mañana, para coronar mis desgracias, cuando bajé se había agotado el desayuno.

-¿Sabe dónde puedo cambiar dólares? –pregunté en recepción con ganas de regresarme a Lima.
-Hoy los bancos están cerrados –me explicó-. Pero hay algunas casas de cambio por el Palacio de la Moneda.

El detalle era que para ir hasta allá necesitaba al menos unos cuantos pesos con los que pagar el taxi o el metro. Era mejor salir a caminar, despejarme y desayunar en algún lugar donde acepten tarjetas de crédito. Luego de dar un par de vueltas me encontré un McDonald’s abierto.

-Me da un barros jarpa, un café y dos medialunas, por favor –ordené guiándome por uno de los carteles de desayuno que tenían.
-Ya terminó la hora del “buen día”, señor -me respondió el chico de la caja.

No pude más. Comencé a transpirar, a hiperventilar, a relinchar. Estaba a punto de dejar salir el Michael Douglas en Un día de furia que todos llevamos dentro. Tenía ganas de asfixiar al chico con su estúpida gorrita.

-Señor, señor –se apresuró en decirme asustado-, voy a pedir que hagan una excepción y le preparen su orden.

Me hicieron mi desayuno. Y les juro que me supo a gloria.

21 de octubre de 2009

No abras los ojos

Cierro los ojos. Dos luces se disparan dibujando formas caprichosas y fluorescentes que se desvanecen en segundos. Aprieto los ojos. Esta vez una pantalla blanca y luminosa como el cielo de Lima estalla dando paso a cientos de luciérnagas (estrellas fugaces acaso) que revolotean en mi mente hasta perderse entre mis pensamientos. Una luz negra lo cubre todo.
 
La oscuridad parece ser una exclusividad de los muertos. Y sin embargo: no quiero abrir los ojos.

16 de octubre de 2009

La ciudad y los días

Existen días en los que la ciudad parece estar en perfecta armonía con nuestros deseos. Días particularmente felices en los que hasta los mendigos parecen sonreírnos de manera desinteresada. En las esquinas: parejas de enamorados. En las ventanas: flores (o chicas bonitas). En los parques: verde, verde, verde. Todo parece jugar a nuestro favor; aun el terrible tráfico de la gran Lima.

Existen otros días, sin embargo, en los que es mejor no salir de casa. Días particularmente malos en los que en las aceras, en los balcones, en las plazas e incluso en las cabezas de algunos hombres, tus ojos no hallarán más que caca de pájaro. La razón es simple: tu novia te ha dejado la noche anterior.

12 de octubre de 2009

Amadeus

-Gonzalito, ¿qué escuchas? -le pregunto a mi sobrino de cuatro años.
-Mozart -me responde concentrado en sus juegos.

Afino el oído y efectivamente parece ser una sonata de Mozart lo que sale de la radio.

-¿Y tú qué sabes de Mozart, pulga?
-Wolfgang Amadeus Mozart fue un compositor y pianista austriaco -me dice mientras corre por el pasadizo.
-¿Dónde has aprendido eso? -pregunto sorprendido.
-En el colegio -interviene orgullosa mi hermana-. Mi hijito ahora escucha a Mozart, a Brahms y a Vivaldi.

Y pensar que hace sólo unos meses ese mismo niño se comía la plastilina.

2 de octubre de 2009

No voy en taxi (voy en la 36)

Lo primero que dijo Ximena al llegar fue: “Me acaban de asaltar”. Pálida del susto, temblaba en mi puerta haciendo su mejor esfuerzo por no llorar. Tuvo que pasar una media hora para que se animase a contarme lo que le había pasado. La historia iba más o menos así:

“Cogí el taxi en la puerta del Vivanda de Pardo (es que se me antojó una torta de chocolate). Era uno gris (¿o azul?), nuevo, sedán, Toyota (sí, con el cartelito encima). El taxista (un tipo mayor, medio calvo, canoso, lentes, ya sabes, guácala) parecía de fiar. Estuvo callado todo el camino pero cuando ya estábamos por llegar comenzó a hablarme (de política, del Congreso, qué sé yo). Lo noté nervioso. En eso el tipo toma un desvío y se detiene en un descampado (¡ya sabía, qué bruta!). Cuando reaccioné, tenía una pistola en mi cara. Horrible. Me quitó todo: el celular, la cartera, mi lonchera. Todo”.

Aquella noche, después de cenar, Ximena me pidió que la acompañara a su casa. No quería irse sola; seguía nerviosa.

Salimos a buscar un taxi. Uno formal. Demoramos bastante en encontrar uno ("muy nuevo, muy sucio, muy joven, muy viejo"). Terminamos tomando una station wagon blanca, de esas que abundan en Lima. Probablemente los taxis más inseguros.

Recién adentro reparé que el taxista iba hablando por celular con la ayuda de un handsfree. Hablaba bajito, como si no quisiera que lo escucháramos. Además, disimuladamente, nos buscaba con frecuencia a través del espejo retrovisor. El asunto me dio mala espina, pero no dije nada para no asustar más a Ximena. Sin embargo, cuando ya estábamos por llegar a la avenida Arequipa, el taxista volteó bruscamente en un pasaje quitándose el cinturón de seguridad sobre la marcha. Juraría que dijo te espero en la esquina o algo por el estilo. Esto es tener mala suerte, pensé. Éramos víctimas de otro asalto.

El taxista aceleró y Ximena comenzó a gritar histérica: ¡deténgase, deténgase! En ese momento, poseído por un extraño absceso de valentía e imprudencia, me lancé sobre el taxista. El auto frenó en seco causando un gran chirrido.

-¡Ximena, bájate rápido!- grité sujetando las manos del taxista contra el timón del auto.

Ella descendió obediente y esperó en silencio a que yo hiciera lo mismo. Apenas puse un pie en el asfalto, el auto partió a toda prisa.

-¿Qué hacemos? -me preguntó nerviosa Ximena mientras corríamos hacia la avenida.
-Por ahora -respondí resignado-: tomar la 36.